Hay
que seguir hablando de Mark Fisher y preguntar: el siglo XXI, ¿deprimido y
dominado? Contracultura, expresión superestructural de los salarios altos. Tres
personajes claves: el neoliberalismo, el hombre que cantaba como un muerto y su
antítesis, la organización militante.
-por Damián Selci-
La
teoría no está cumpliendo su papel: ¡que alguien haga algo!
La teoría social es desde hace tiempo pesimista. Los
grandes éxitos sociológicos revelan miradas totalmente desesperanzadas sobre el
futuro. Podríamos decir que son la bibliografía de la no-militancia: leer
autores de moda como Thomas Piketty, Mark Fisher y Wolfgang Streeck es, en
todos los casos, una experiencia paralizante, lo contrario de una invitación a
la acción. Cada uno de ellos tiene una idea clave e inclusive central para
comprender nuestra época, pero las cosas se presentan de manera tal que la comprensión
parece obturar la práctica más que facilitarla. Antes se decía que la teoría
iba en auxilio de la praxis; ahora todo ocurre como si la praxis no sólo
tuviese que luchar contra la realidad, sino también contra la teoría.
Pero hay seguir hablando de Mark Fisher. En su último libro, Fantasmas
de mi vida, explica de manera muy sintética por qué la cultura, y
especialmente la música de los 80 en adelante, parece haber entrado en una
crisis sin fondo, en la que la repetición y el pastiche prevalecen mortalmente
sobre la novedad. Su esquema es simple. En primer lugar, sólo hay contracultura
si hay Estado de Bienestar. La gente necesita tiempo libre y alquileres baratos
para volverse creativa. La desregulación del mercado de trabajo ha destruido el
ocio de la población. La gente dejó de leer libros porque dejó de tener tiempo
para leerlos; no es sólo culpa de la televisión o Twitter. En segundo lugar, el
Estado de Bienestar siempre fue, dice Fisher, una “formación de compromiso” de
la izquierda, que posponía su proyecto revolucionario en aras de lograr mejoras
sustanciales en la calidad de vida de los trabajadores. Pero hace cuarenta años
se vino abajo la Idea de Revolución, el Estado de Bienestar y por ende la Vida
en la Contracultura. Peter Capusotto y
sus videos es un buen testimonio de esta triple pérdida: la nostalgia del
programa –inmejorablemente presentada en las apariciones de Bombita Rodríguez,
“el Palito Ortega montonero”– es la nostalgia por un momento en donde la
Revolución era posible, el Estado garantizaba el bienestar y los jóvenes podían
ir experimentando cómo sería una Vida no-burguesa en las playas de creatividad contracultural.
Con Thatcher, escribió Lennon, el sueño revolucionario terminó; hay que agregar
que se terminó el Estado y se terminó la imaginación.
Esto no
es vida: deprimidos y dominados
No se puede ya vivir en la contracultura: esto dice Mark Fisher en su
libro Fantasmas de mi vida, el último
que escribió antes de suicidarse. La tremenda descripción de la depresión neoliberal
que realiza en su ensayo sobre Joy Division debe contarse entre los mejores
textos que se hayan escrito sobre rock. Fisher redacta frases que por su
precisión resultan imposible de olvidar: Ian Curtis, el cantante de la banda,
es “un hombre que canta como un muerto”.
Y esto vale para toda la joven clase trabajadora inglesa y, más aún, de
la OTAN, desde el thatcherismo a Trump. Pero cualquier aplicación a la realidad
latinoamericana precisaría un par de rectificaciones. La situación psíquica y
cultural de Europa y Latinoamérica parece haber sido bastante similar hasta el
momento clave del 2000, donde aparecieron gobiernos populares en toda la
región. La serie Chávez-Kirchner-Lula-Evo-Correa fue un viento gigantesco en
sentido contrario. Se escuchó decir, otra vez: Revolución, Estado, Imaginación.
Ahora que el neoliberalismo recobró posiciones en buena parte de la región
(hecho reconfirmado y hasta sobreactuado en la paupérrima renuncia a Unasur,
perpetrada por varios países por indicación norteamericana), la depresión cunde
y Fisher encuentra fácilmente lectores argentinos. Pero Fisher es la no-salida
por excelencia, no tanto porque se haya suicidado sino porque en sus
penetrantes análisis dice simplemente que en la contracultura no hay vida. No
se puede vivir ahí. No ocurre nada nuevo. “Es claro para mí ahora que el período
que va de 2003 al presente será reconocido –no en un futuro distante, sino muy
pronto– como el peor período para la cultura popular desde la década de 1950”.
La profunda estupidez neoliberal no ha dejado espacio cultural sin corromper. Persiguió
a la imaginación hasta adentro de nuestros cerebros.
Aspectos
no-negativos del fanatismo
¿Hubo recientemente creación cultural en Argentina?
Por supuesto: se llama militancia política kirchnerista. Tuvo y tiene todos los
condimentos de una contracultura, lo que explica sin mayores problemas que
Mirtha Legrand sienta miedo y asco cada vez que en su mesa esclerosada se
menciona el tema, ya se trate de La Cámpora, Pablo Echarri o el feminismo. En
efecto, la militancia es uno de los pocos espacios de la vida social –para no
decir el único– donde la creación colectiva de modos de vida no-burgueses
ocurre todo el tiempo, necesariamente y de manera objetiva. Como ha dicho bien
Fisher, la depresión no es sólo un problema personal derivado de una biografía
difícil, sino fundamentalmente una expresión de poder social: la depresión
emerge en el punto extremo de dominación neoliberal, cuando la vida de los que
no son ricos carece de sentido –y, por ende, la “sociedad” se vuelve una farsa.
La militancia, precisamente por negarse a vivir como dicen las corporaciones
que debemos vivir (esclavizados y deprimidos), genera continuamente anticuerpos
morales contra la poderosa fuerza de entristecimiento que, sin lugar a dudas,
es uno de los pilares básicos del sistema neoliberal. Quizá no fuera por azar
que Cristina reivindicara el “optimismo” y la “alegría” de la militancia; Mark
Fisher posiblemente hubiera comprendido y valorado mejor estas definiciones que
José Natanson, autor que incluso en sus buenas épocas no entendía nada (su
libro de 2012, Por qué los jóvenes están
volviendo a la política. De los indignados a La Cámpora, resaltaba el
parentesco de La Cámpora con… ¡la Coordinadora!, un absurdo que fue bastante
comentado en aquel entonces –y luego olvidado, en razón de absurdos superiores
y peores).
Para terminar, listemos las acusaciones habituales
contra la militancia: “fanatismo”, “sectarismo”, “verticalismo”, “comisarios
ideológicos”… Como es palpable, aun si todas estas denuncias fuesen ciertas,
sólo demostrarían que los militantes están realmente muy lejos de estar
deprimidos, es decir, muy lejos de ser dominados. Hasta se podría recordar que
estas actitudes han vuelto a ser valorizadas por las más novedosas teorías sobre
el postcapitalismo –especialmente el “aceleracionismo” fundado por Alex
Williams y Nick Srnicek, quienes en su Manifiesto
aceleracionista reconocen que “el secretismo, la verticalidad y la
exclusión también tienen su lugar en la acción política efectiva (no como
herramientas únicas, obviamente)”. En este marco, los repetitivos reclamos de
“autocrítica” hacia la militancia terminan mostrando un costado bastante
oscuro: la autocrítica bien podría ser una forma de perder la moral y
encontrarse, al final del recorrido, con la depresión neoliberal que nos dice,
como le dijo a Mark Fisher a lo largo de toda su vida, que somos buenos para
nada.
En rigor, esta es toda la idea: si el neoliberalismo
es el derrame de depresión sobre un inerme cuerpo social (como cantaba Ian
Curtis, “perdí la voluntad de querer más”), su antítesis es la organización
militante; un espacio donde la creación cultural es norma para la vida
cotidiana –un sitio donde las palabras “revolución”, “Estado” y “contracultura”
vuelven a tener sentido.
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