-Ensayo sobre el "empoderamiento": esbozo de una nueva fase en la lucha política nacional. -Avistaje del pasado reciente: la zorra de Esopo, el Estado negociando, el Estado tensionando. -Hacia una politología realmente emanada de la práctica: fuerza, poder, y el Estado como un órgano centralizado de agitación y propaganda.
por Martín Rodríguez Alberti y Damián Selci
El concepto de
“empoderamiento de la sociedad” es la novedad más importante de la política
argentina. Lo introdujo la presidenta Cristina Fernández de Kirchner en un
discurso de 2012 y desde entonces, en forma creciente aunque no demasiado
ruidosa, ha ido repitiéndose en sus alocuciones hasta naturalizarse. A primera
vista, no se trataría de una primicia teórica: existe una profusa bibliografía
que refiere el empoderamiento para describir (y arengar) la lucha de las minorías por el reconocimiento de sus
derechos.
Pero Cristina Kirchner
habla del empoderamiento de la sociedad
y eso comporta, digamos, una doble rareza. Respecto del sentido “académico” del
término, esta expresión parece indicar que (contra toda apariencia) la sociedad como tal es una minoría –es
verdad: la sociedad está en profunda desventaja frente a lo que se llama (y
nosotros llamaremos, por comodidad y por táctica) “los mercados”. Respecto de
la política kirchnerista, la rareza es aún más ilustrativa: basta recordar el
énfasis que tanto Néstor como Cristina Kirchner han puesto desde 2003 en la
“recuperación del rol del Estado”; ahora aparece un complemento singular con la
“recuperación del rol de la sociedad”.
El empoderamiento es una
etapa del movimiento popular, la actual. Para entenderla (y aun para
considerarla con todo rigor una “etapa”) hay que revisar con cierto detalle las
anteriores. El punto de apoyo es 2003 –y los 90 son el abismo al que debemos
asomarnos, para saber qué pensábamos cuando la desorientación fue máxima.
1- Resistencia sin líder
Hay una fábula (atribuida
a Esopo) que ilustra bastante bien la percepción que el movimiento popular tenía
del Estado en los años 90. Una zorra, después de mucho trabajar, descubre un racimo
de uvas colgando de una rama alta. Hace un intento por agarrarlas, dando un
salto, y no lo consigue. Trata de golpear la rama con un palo: tampoco llega.
Finalmente trepa por el tronco, pero se resbala y cae al suelo. Entonces, desde
el piso, la zorra reflexiona: “Bueno, al final ni siquiera me gustan las uvas”.
Lo mismo pensó el movimiento popular luego de las terribles derrotas de los
años 70 y 80: lo que objetivamente no se podía alcanzar (el poder estatal)
tendió a convertirse, por el hábito de la resistencia, en algo subjetivamente
despreciable. El poder del Estado era imposible, pero además era malo. Esta
moralidad mínima (donde “lo bueno” y “lo malo” se definen por su accesibilidad)
tuvo expresiones intelectuales destiladas: en su encarnación más famosa, la
zorra fue John Holloway y afirmó la necesidad de cambiar el mundo sin tomar el
poder.
Pero estos avatares
teóricos carecen de autonomía; más allá de su puerilidad o de su pertinencia, enuncian
la situación mayoritaria del campo popular en un momento determinado. Pueden no
ser ideas, pero son fenómenos. El viejo Estado neoliberal sólo existía para los sectores populares como
algo peligroso, del que no se recibía ni esperaba nada bueno; muy al contrario,
había que estar en guardia para protegerse de sus agresiones políticas y
económicas. Inevitablemente, semejante estrategia “anti-estatal” convergía
tarde o temprano con una postura antipolítica. Eran pocos los que se
encuadraban en organizaciones definidamente políticas: el pelotón militante participaba
de “organizaciones sociales”. Proliferaban también las celebérrimas “organizaciones
no gubernamentales”, cuyo solo nombre da una idea de la situación. Se llamaba a
no votar, a votar en blanco, a impugnar. En los barrios, el principal enemigo
del pueblo era el poder armado del Estado: la policía. Tal era el desencuentro
entre el movimiento popular y el poder condensado en el Estado: la acción
estratégica propuesta y ejecutada a conciencia era “no tomar el poder” para así
“cambiar el mundo”. Se trataba de una fase de resistencia, indiscutiblemente,
pero (a diferencia del período 1955-1973) era una “resistencia sin líder”, esto
es, una pura supervivencia sin conducción[1].
La fase
de resistencia termina en 2003. Néstor Kirchner llega a la presidencia y da un
nuevo impulso a un viejo mandato: hay que apropiarse, retener y fortalecer el
poder del Estado. La simple práctica kirchnerista espantó todos los fantasmas
de la teoría politológica reinante: contra lo que pudieran decir John Holloway
o Toni Negri, el aparato del Estado es el único compendio de factores de
fuerza al que el pueblo puede apelar para condicionar y determinar la conducta
de las grandes corporaciones. Esta
noción revitalizó espectacularmente la moral militante. Reaparecía, como
surgida de la nada, una cuestión antigua (podríamos decir, una cuestión “clásica”):
qué se puede hacer (y qué no) con la fuerza del Estado. Por cierto, el
Estado no puede hacerlo todo, el Estado no vence. Pero el movimiento
popular sólo podía alcanzar este pensamiento cuando el Estado pasaba a estar
bajo su control: de ahí la estricta naturaleza práctica del problema.
2- El Estado y el
movimiento popular
¿Qué puede hacer el Estado? Conviene arrancar por
una distinción teórica aparentemente “abstracta”: la fuerza no es lo mismo
que el poder. La fuerza es la capacidad de llevar adelante una acción
cualquiera. Pero el
poder es la capacidad de determinar las acciones de los demás. Un ejemplo simplísimo:
Estados Unidos tiene armamento, es decir fuerza,
para invadir a Cuba. No precisa de ningún nuevo desarrollo militar para bombardear
la isla ya mismo. Pero no tiene poder
para hacerlo (al menos por el momento). Si utilizara la fuerza de todos
modos, sin preocuparse en lo más mínimo por las menudencias del poder, pagaría
un costo elevadísimo ante la comunidad internacional, lo cual terminaría
resultando contraproducente a sus propósitos, cualesquiera sean. La fuerza,
para efectivizarse provechosamente, requiere de un baño simbólico de política
(por eso el concepto clave de la política es el poder y no la fuerza). A veces, muchas veces, alcanza con un
pretexto: si Cuba lanza un misil sobre Washington, entonces aparecen
instantáneamente las condiciones políticas (es decir, simbólicas) de la
invasión –la invasión sería una “respuesta” (porque hasta la guerra más
sangrienta puede asumir la forma de un diálogo, de un intercambio). La fuerza
como tal es amoral y presimbólica, pero ocurre todo lo contrario con el poder,
que implica siempre alguna ética, alguna legitimidad.
El
Estado quedó definido, aunque de pasada, como un compendio de factores de
fuerza. En efecto, existen distintas formas de existencia de la fuerza, quizá
numerosísimas, pero posiblemente puedan reducirse sin gran pérdida a cinco: el
dinero, las armas, la información, la representatividad, la capacidad de
movilización. Y como podrá adivinarse, en la construcción del poder de un actor
confluyen diversos factores de fuerza. Tener información permite hacer jugadas
económicas que aumenten el factor dinero; la representatividad suele redundar una
mayor capacidad de movilización, etc. Ahora bien, aunque el poder de un actor
esté conformado por distintos factores de fuerza, siempre predomina uno de
ellos. Según prevalezca uno u otro, será distinto el tipo de poder que tenga un
actor. Aquellos actores que cimentan su poder alrededor del factor dinero,
cuentan un poder de tipo económico (así los grandes grupos empresarios). Si el
factor que predomina son las armas, el poder será coercitivo (el Ejército, las
guerrillas). Cuando lo principal son los contactos y la información, estamos
hablando de una suerte de “poder de la intriga”, característico de los
operadores políticos. Por su parte, la capacidad de movilización configura
típicamente el “poder de calle”. La representatividad, en cambio, es lo distintivo
del poder político, su diferencial[2].
¿Qué tipo de factor de fuerza
prevalece en el Estado? No hace falta ser gramsciano para responder: la
representatividad –incluso la clásica noción punitiva de Weber sobre el
“monopolio de la violencia legítima” involucra un piso de representatividad,
tanto más decisivo cuanto menos perceptible. El monopolio de la violencia es
fuerza pura; el monopolio legítimo es política pura. Pero el Estado es un
reservorio enorme de fuerzas de todo tipo. Y como hemos aprendido en 2003, para
el movimiento popular el Estado resulta indispensable si pretende, al menos,
empardar a su enemigo. Basta notar que las corporaciones controlan miles de
millones de dólares (se estima que en el exterior hay 200 mil millones de
dólares provenientes de empresas argentinas, siete veces el nivel de reservas
del Estado), una infinita red de contactos nacionales e internacionales (en
muchos casos son sucursales de monstruosas corporaciones trasnacionales que
hasta fuerzan y conducen guerras en otras partes del mundo), una buena porción
de la información socialmente disponible y cierta capacidad de movilización
digitada por los medios masivos de comunicación. Y todo esto, por cierto,
cristaliza en un importante grado de representatividad. De ahí que no haya modo
de oponerle resistencia a ese bloque de poder, ni mucho menos de avanzar sobre su
formidable andamiaje de fuerza, sino por medio de los factores de fuerza que
trae consigo el control del Estado. Néstor Kirchner fue el impulsor de ese giro
de concepción y de acción en nuestro país. En poco tiempo puedo arrastrar al
conjunto del movimiento popular desde lo “social” (esto es, desde la
resistencia al poder del Estado) hacia lo propiamente político, a la utilización
del aparato de Estado. Y con ese bautismo inesperado en el ejercicio de las
facultades del poder estatal (cuyo última experiencia se remitía al interregno
1973-1974, que por su brevedad no podía ofrecer un “modelo de gestión”), el
movimiento popular advirtió una dificultad infinita: el compendio de
factores de fuerza que controlaba el Estado resultaba minúsculo frente al
arsenal de las grandes corporaciones.
Hay que desmitificar una ficción
de amplia circulación respecto de “la fortaleza del Estado”: si de 1976 hasta
2003 el Estado argentino coincidió punto por punto con las grandes
corporaciones, sería tropezar en el análisis repetir que durante esa época el
Estado era “débil”. En absoluto: el Estado era la sumatoria de los factores de
fuerza que le son históricamente propios (monopolio del uso legítimo de la
violencia, el tesoro nacional, información de todo tipo, etc.) y además
el poder de las grandes corporaciones. Esas corporaciones, hechas Estado,
eran tremendamente poderosas. Para empobrecer a millones de personas, para
desocupar a millones de trabajadores, se requiere indudablemente de una gran
fortaleza. Realmente, hay que tener mucho poder para desbaratar a una sociedad
movilizada como lo era la argentina en los años 70. Sin embargo, cuando en 2003
Néstor Kirchner asumió la presidencia y decidió llevar a cabo un cambio
revolucionario –la coincidencia del Estado con los intereses del pueblo–,
él sí se encontró con un Estado débil en cuanto a los factores de fuerza con
los que contaba para consumar ese giro. Porque ahora la ecuación resultaba
diametralmente opuesta: se trataba de los factores de fuerza estatales más un
débil poder popular (débil porque no había relato, ni instituciones, ni leyes
que representaran los intereses del pueblo, porque no había memoria histórica
de gestión, porque había un bajísimo nivel de organización, etc.). Y como el
poder es relacional (lo que tiene uno no lo tiene el otro), el todavía inmenso
poder de las corporaciones-sin-Estado tornaba débil al poder del
pueblo-con-Estado. El ejemplo más obvio de ese carácter desfavorable de la
correlación de fuerzas lo daban las cuentas públicas, absolutamente
deficitarias, con deudas que representaban más del 1000% del nivel de reservas.
Una corrida bancaria de diez minutos habría acabado definitivamente con la moneda
nacional. Pese al increíble avance que significaba controlar la “trinchera de
avanzada” que representa el Estado (la expresión corresponde a Gramsci), el
dramatismo de la situación era máximo. Kirchner decía: “estamos en el
purgatorio”. La posesión de la trinchera de avanzada peligraba continuamente.
Cada hora que Kirchner pasaba en la Casa Rosada constituía, de por sí, un
triunfo. En efecto, para un presidente que buscaba “descorporativizar” el
Estado (y ponerlo al servicio del movimiento popular), la correlación de
fuerzas era tan negativa como la relación entre reservas y deuda: 1000 a 1. La conclusión teórica
de lo anterior es simple –el Estado tomado por las corporaciones, ejecutando el
programa neoliberal, había sido de temer, pero ese mismo Estado, puesto repentinamente
servicio del pueblo, era frágil y quebradizo[3].
¿Qué hacer?
3- Ensanchamiento del poder estatal: predominio táctico de la negociación
En 2003, Néstor Kirchner
gobernaba el Estado nacional, pero había una extensísima red estatal por fuera
de su control: gobiernos provinciales, intendencias, legislaturas, ministerios,
dependencias estatales nacionales, etc., en buena parte aún dirigidas por las
corporaciones (basta recordar que hasta 2008 la Jefatura de Gabinete perteneció
al grupo Clarín). En este contexto, la tarea era ensanchar el poder del
pueblo-en-el-Estado. Y ensanchar significa controlar más factores de fuerza y
acumular más de cada factor: ganar en representatividad, acumular divisas,
ordenar a las Fuerzas Armadas, contar con más información, orientar la
movilización social. Y precisamente eso hizo Kirchner desde el 2003 al 2007:
ganó representatividad y eso se tradujo en votos (poder político); reestructuró
la deuda pública logrando una quita del 75% y acumuló reservas (poder económico);
reabrió las causas de derechos humanos y se impuso a las intrigas del Ejército
(poder coercitivo); desactivó sin represión los miles y miles de piquetes
desperdigados por toda la extensión del territorio nacional (poder de calle);
le quitó el INDEC a las corporaciones que contaban con toda la información y
estadísticas públicas antes que el presidente (poder de intriga). Pero mientras
ensanchaba el poder del Estado debía negociar con gobernadores, con
intendentes, con sindicatos, con empresarios, y hasta con el mismísimo grupo
Clarín porque, como vimos, la correlación de fuerzas era gravemente
desfavorable. La gran virtud de Kirchner fue medir el exacto estadío de esa
correlación: saber cómo ensanchar negociando. En efecto, no se trata de que el gobierno
nacional no tensionara sus relaciones con determinados actores, sino de que la
“lógica predominante” a grandes rasgos fue la negociación. Con más exactitud, la característica de esta fase fue el
ensanchamiento por satisfacción de
demandas con negociación.
4- Ensanchamiento del poder estatal: el predominio táctico de la tensión
Pero el conflicto con las
patronales agrarias a raíz de la resolución 125 dio inicio a una tercera fase: la
“agudización de las contradicciones” (Néstor Kirchner dixit). Durante ese
período se terminó de consolidar el frente nacional y popular bajo la
conducción de Cristina y la lógica política predominante (no excluyente) fue la
tensión. Las circunstancias de la
lucha política nacional indicaron esta operatoria. La agilidad con que Néstor y
Cristina Kirchner habían logrado acumular factores de fuerza en torno al Estado
obligó a las corporaciones a coordinarse, para organizar una acción directa en
sentido contrario. Clarín, los terratenientes y el poder financiero se lanzaron
entonces a la insurrección; y el movimiento popular cambió la táctica. Apareció
la tan mentada “polarización”. El movimiento popular y las corporaciones se
embarcaron en una disputa frontal, en una medición desnuda de la fuerza
(movilización social, corridas bancarias, acusaciones abiertas, batalla
cultural por el sentido, todo a la vez y sin tregua). En otras palabras, el conflicto con las patronales agrarias implicó un cambio
en la táctica de acumulación de poder. Hasta ese momento, el kirchnerismo ensanchaba
el poder estatal negociando; pero la violenta toma de partido por parte del
grupo Clarín a favor de la Mesa de Enlace tornó imposible cualquier negociación.
Más allá de los pormenores de esta lucha, en términos conceptuales debe decirse
que esta tercera fase mantiene algo y cambia algo: sigue prevaleciendo el ensanchamiento
por satisfacción de demandas (característica natural de todo
gobierno popular) pero, desde ahora, con preeminencia de la tensión y no de la negociación. Nuevamente,
no se trata de que el gobierno haya dejado de negociar y se haya dedicado única
y exclusivamente a tensionar –se trata un cambio en la matriz general de la táctica,
que provocó resultados inesperados para todos los analistas: a la batería de
medidas gubernamentales para seguir satisfaciendo demandas (aumento de
salarios, estatización de las jubilaciones, Ley de Medios, AUH, Fútbol Para
Todos, etc.) se le añadía una táctica confrontativa y tensionante, y puede
decirse que fue precisamente esta mezcla la que posibilitó la emergencia de un
nuevo actor en el movimiento popular: la
juventud organizada. También fue durante esta fase que se evidenció, para
el conjunto de la sociedad, una distinción que encierra un notorio avance en el
grado de conciencia. Para todos, finalmente, quedó claro que una cosa es el
gobierno, otra el Estado y muy otra el poder total existente en una sociedad.
Se arrojó luz sobre una cuestión central: que el Poder Ejecutivo puede no
controlar el total de los factores de fuerza que concentra el Estado –y más
importante aún, que otros actores sociales pueden tener más poder que el
gobierno y que el Estado: por lo tanto, pueden dirigir a la sociedad haciendo
uso de su poder económico, de calle, informativo, etc. La juventud fue
especialmente sensible a esta transformación del espacio político. Pero más en
general, todo aquel que albergara algún sentimiento contra las corporaciones se
volvió kirchnerista. En resumen, esta tercera fase se caracteriza por la
articulación creciente de los sectores populares, la construcción de un
programa general de movilización y el surgimiento de una voluntad popular
organizada y conducida por Cristina.
Pero otra
característica de la fase es, por supuesto, el empate. Cristina Kirchner fue reelecta con un impresionante 54% de
los votos, y las corporaciones respondieron con una también impresionante
corrida bancaria, que menguó las reservas del Banco Central en un 10%. A partir
de ese primer intercambio de golpes, la lucha recrudeció hasta niveles
increíbles. Las fechas de las movilizaciones requieren una sintaxis
adversativa: 8N versus 9D; 18 de abril versus 25 de mayo… Con excepción de las
armas (cuya legitimidad en la sociedad argentina es igual a cero –en nuestros
términos, son fuerza, pero no
significan poder), todos los demás
factores de fuerza han salido a la luz. Un día, el gobierno es derrotado
electoralmente en la provincia de Buenos Aires por la derecha; cuarenta y ocho
horas más tarde, la Corte Suprema obliga a Clarín a desinvertir, con lo que
termina perdiendo su rol de conducción opositora. El vértigo de esta batalla es
conocido por todos los ciudadanos –lo destacable en términos históricos es que,
luego de treinta años de retroceso, pueblo y corporaciones se enfrentan en una
correlación de fuerzas, por primera vez, pareja. Y debemos recalcar algo muy
importante sobre este empate: de por sí, constituye una victoria táctica del movimiento popular. Empatar contra semejante
enemigo supone un grado de cohesión, estrategia e ideología que hacía por lo
menos cuarenta años que el movimiento popular no mostraba. La situación actual,
por consiguiente y más allá de su evidente inestabilidad, es histórica.
5- La etapa que se abre: el empoderamiento de la sociedad
No es casual que la presidenta haya elegido la movilización del 25
de Mayo de 2013 para instalar la consigna del empoderamiento. Aquel acto –el más
masivo de la historia del kirchnerismo, con excepción del Bicentenario, que
propiamente fue un “festejo”– debe ser leído dentro de la saga de
concentraciones de Huracán en 2011 y de Vélez en 2012. En Huracán, Cristina Kirchner
identificó la conducta política que debían adoptar los miles de jóvenes que, de
pronto (como si hubieran permanecido agazapados en las cuevas suburbanas que
ofrecía el rock, mientras afuera se descongelaba la historia) irrumpieron dando
un “salto de tigre al pasado” y se encuadraron en organizaciones políticas
peronistas. El discurso de aquel día constituye un programa mínimo de directivas
anti-sectarias, destinado especialmente a la juventud (por ejemplo: “no les
pregunten de dónde vienen”). Por su parte, la concentración de Vélez en 2012 (donde
se lanzó Unidos y Organizados) ofrecía ya un panorama nítido del avance organizativo.
Al observar la
fotografía aérea de uno y otro acto, se percibe de inmediato la evolución del
grado de organicidad del movimiento nacional y popular: en Huracán se distinguen
cientos y cientos de colores dispersos representando a otros cientos y cientos
de pequeñas organizaciones y conducciones auxiliares, pero la perspectiva aérea
de Vélez exhibe no más de diez colores ordenados en el estadio, los típicos de
las organizaciones que conforman Unidos y Organizados. Correlativamente, el
discurso de Cristina Kirchner en Vélez se basó en la consigna de unidad y
organización de esas agrupaciones. En resumidas
cuentas, el recorrido fue: dispersión entusiasta en Huracán; organización
militante en Vélez; organización militante más masas entusiastas en la Plaza de
Mayo. Y por cierto, a cada sujeto Cristina Kirchner le dio su programa de acción.
A la juventud le pidió que se organice. A las organizaciones les dijo que se
unan y sean solidarias. Y a las masas movilizadas que tienen que empoderarse. Que
ese derrotero se haya producido en tan sólo tres años representa un fenómeno
político impresionante.
Pero la apertura de la fase de empoderamiento no responde unilateralmente
a una voluntad planificada de antemano por la conducción, sino también al
contingente fracaso de la acción política elegida para contrarrestar la corrida
bancaria con que las corporaciones respondieron a la aplastante victoria
electoral de Cristina en 2011: el control de cambios. La gran efectividad demostrada
por las
corporaciones para crear velozmente un “banco central paralelo”, que
permitiera a una ruta de trafico legal de miles de millones de dólares, reveló
una nueva verdad histórica: si la apropiación del Estado por parte del movimiento
popular permitió llegar a un empate (revirtiendo años de retroceso), es
similarmente evidente que, ahora, con el Estado solo ya no alcanza para quebrar la relación de fuerzas. El avance ya no
depende exclusivamente de la inequívoca voluntad política de Cristina Kirchner,
principalmente debido al hecho de que el movimiento popular se encuentra
inhabilitado para volver a elegir a su conductora como presidenta, es decir,
para sacar el mayor provecho del factor de fuerza más importante en un contexto
democrático: el voto. En efecto, y por consiguiente, después de haber exprimido
las posibilidades constitucionales del Estado democrático (proceso electoral
incluido), queda por investigar las potencialidades de la sociedad democrática. Todo indica que ha llegado el momento de
empoderar a la sociedad, es decir, dotarla de las herramientas que precisa para
condicionar a las corporaciones ella
misma.
Este movimiento táctico, cuya
posibilidad recién se está esbozando, puede tener connotaciones enormes. En
principio, sólo es comparable al que hizo Néstor Kirchner cuando demostró en la práctica que sin el Estado era
imposible avanzar. Ahora Cristina Kirchner ha instruido a su militancia en una
noción complementaria: sin la sociedad no se puede avanzar –hay que agitar a
las masas de verdad, con prácticas concretas. ¿Y cuál es la herramienta que el
movimiento popular ideó para comenzar con el empoderamiento del pueblo? El
control de precios.
Los
economistas han discutido la eficacia de los controles de precios a lo largo de
la historia argentina. En general, nadie piensa que sean una solución de fondo
a la inflación (que no es un “problema”, sino un instrumento de las
corporaciones para apropiarse del excedente). Pero respecto de su versión
actual, denominada “Precios Cuidados”, lo fundamental no es evaluar sus frutos
económicos, sino cultivar sus efectos políticos: el programa no apunta
simplemente a mantener estable el precio del aceite, porque su horizonte final
es elaborar una pedagogía sobre la lucha económica en la Argentina, empezando
por la figura del consumidor (es decir, por la esfera del mercado) para llegar
a la figura del empresario (es decir, a la esfera de la producción). El Estado
controla, autoriza o desautoriza subas y bajas, establece multas, pero el
auténtico sentido de estas acciones no es (ni podría ser) “bajar la inflación”,
sino más bien incitar al pueblo a que tome conciencia de quién es el enemigo:
las corporaciones. La verdad es que el Estado no tiene hoy el poder suficiente
para manejar la economía. Pero sí puede convertirse en un órgano centralizado
de “agitación y propaganda de masas”: dado que resulta materialmente imposible
poner inspectores en todas las bocas de expendio de la producción económica
local, la única salida razonable consiste en traspasarle esta atribución a los
ciudadanos, poniendo a su disposición canales de denuncia y sobre todo el
factor de fuerza “información” –ya que sólo se puede defender el salario
mediante un conocimiento exacto y actualizado del precio de la leche, el pan y
el aceite, y de la profunda injusticia que significa cada aumento. En resumen,
el empoderamiento de la sociedad comienza por la información y debe transformarse
en una pedagogía: primero aprendemos que, según el acuerdo, el yogur debe
costar 7 pesos, pero luego debemos aprender que las responsables de los
aumentos son las corporaciones y que, por consiguiente, hay que considerarlas
como el máximo enemigo del pueblo.
Este es
el segundo episodio de la batalla cultural. Primero fue la lucha contra Clarín,
el aparato legitimador más poderoso de las corporaciones. Terminó en una
victoria clara: en lo legal, el Grupo fue finalmente obligado a desinvertir; en
lo simbólico, la sociedad visibilizó al Grupo como un actor con intereses
–puesto en términos más bruscos, el kirchnerismo esclareció a la población
sobre quién era el actor que deslegitimaba a este gobierno y a todos los
gobiernos anteriores: Clarín. Digámoslo aún con mayor exhaustividad: la batalla
cultural contra Clarín tenía por objeto despejar la cuestión de quién debía
tener autoridad y representatividad
en el país –los medios de comunicación o
el gobierno electo. El paso subsiguiente, más profundo y difícil, radica en
esclarecer al pueblo sobre quién es el responsable de su merma en el poder
adquisitivo –es decir, quién maneja realmente la economía (al menos en sus resortes estratégicos) y quién debería
manejarla. Tradicionalmente, según el mito liberal, la inflación es un “mal”
que nadie desea y la responsabilidad debe atribuirse al gobierno y más
precisamente al Estado, por su excesiva intervención, y a los trabajadores, por
sus excesivos salarios. La batalla cultural de la etapa consiste en alumbrar
que la “inflación” no es un mal, sino una táctica de apropiación del excedente
económico, que las corporaciones ganan fortunas con este negocio, y que el
pueblo debe consustanciarse con el Estado para combatirlas. Toda pedagogía
necesita símbolos: si de lo que se trata es de concientizar al pueblo en
conjunto sobre quiénes son sus opresores económicos, resulta “natural” que el
escenario de la lucha esté representado por el supermercado, precisamente el
sitio donde se realiza la transferencia del excedente –precisamente, el lugar
donde el pueblo se abastece de los productos necesarios para garantizar su
autorreproducción, su vida.
A la
injusticia debe añadírsele la conciencia de la injusticia –y el nombre de sus
responsables, para volverla más insoportable, más movilizante. El
empoderamiento de la sociedad consiste, en una primera etapa, en delegar tareas
de control en el pueblo mismo, confiando que la práctica es el camino más directo hacia la teoría; esto significa que el pueblo sólo puede tomar conciencia
teórica de que la “contradicción principal” es “pueblo versus corporaciones”
precisamente luchando contra las
corporaciones, es decir, mediante la propia experiencia de lucha –sólo
entonces las “corporaciones” dejarán de ser un significante difuso, lejano,
escuchado de oídas en la televisión, para volverse el nombre concreto del
sufrimiento concreto. Debido a su naturaleza social (esto es, generalizada y
cotidiana), la disputa con las corporaciones no puede dirimirse en oficinas
estatales: debe generalizarse a cada góndola y en cada supermercado, debe ser
tan permanente y cotidiana como la necesidad de conseguir pan. Todo parece
indicar que esta es la táctica que Cristina Kirchner ha establecido para la
nueva fase: la politización extrema de la vida cotidiana.
[1] El contraste entre las
consignas primordiales de estas dos resistencias (la que luchaba contra la
proscripción del peronismo, la que enfrentaba al neoliberalismo) evidencia de
manera tajante la importancia de la conducción. Una cosa es “Perón Vuelve”, la
contraria es “Que se vayan todos”. En un caso se reclama el regreso del
conductor, en otro la retirada general de la dirigencia política. Es la pequeña
diferencia entre resistir con líder o sin él: en su punto culminante de
movilización y lucha, la resistencia popular al neoliberalismo no sabía el
nombre de su conductor. (Los kirchneristas entrenados en la dialéctica
hegeliana podrán argüir que, paradójicamente, cuando el pueblo pudo
efectivamente pedir que se fueran todos, entonces se produjo un “segundo
regreso de Perón” –bajo la figura, claro está, de Néstor Kirchner.)
[2] Esto no quiere decir que un actor con poder económico no puede
contar con representatividad; de hecho, sucede lo contrario: el discurso de
Clarín orienta a una parte importante de la población, es representativo de
ella, y Clarín, por supuesto, tiene un poder eminentemente económico (lo cual
le permite contar luego con otros factores, como contactos e información).
Ningún actor tiene un solo tipo de fuerza, aunque uno de ellos predomine sobre
los demás.
[3] Esto se
debe a que el proceso previo a la “toma del poder” en nuestro país no fue sido
precedido por altos grados de cohesión y coordinación del movimiento popular
(como, por ejemplo, en Bolivia, donde el MAS contaba con años de organización,
movilización, una conducción indiscutida, un programa). En el caso argentino,
no hubo un pueblo empoderado que recuperó el
control del Estado después de un largo proceso de acumulación política,
sino un desmoronamiento de la hegemonía neoliberal, que merece un análisis
separado.
1 comentario:
¿A Uds les pagan por escribir estas boludeces?
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