-El naturalizadísimo enrejado de las plazas. -Guardias porteños de seguridad cuidando espacios verdes. -¿Dónde están los lectores de Foucault, ahora que los necesitamos?
por Charly Gradin
¿Para qué sirven las rejas? Se da por sabido. Sirven
para cuidar los espacios. Evitan el vandalismo. Mantienen limpio el pasto. Son
aspiraciones a las que es difícil oponerse. De hecho, las rejas proliferaron en
los últimos años sin mayores resistencias. Fueron impulsadas por el Gobierno de
la Ciudad, como respuesta a una demanda implícita de orden y seguridad. Y la
ciudad pareció acostumbrarse a ellas. Desde entonces, las rejas inauguraron un virtual toque de queda. Por
las noches la ciudad queda cada vez más desprovista de plazas. Se las desaloja
al caer el sol como si se convirtieran en parajes inhóspitos de los que fuera
necesario protegerse. Y las rejas se siguen instalando, aunque jamás se intente
especificar a quiénes están destinadas o por qué son el único recurso para
luchar contra esos vándalos y su -más que curiosa- afición por destruir o
ensuciar.
Ahora, salir del trabajo o el hogar equivale a ir a
lugares rodeados de rejas- o barrotes. En los areneros los chicos juegan en
espacios enrejados, rodeados a su vez de rejas más grandes. Debe haber pocas
cosas más frustrantes que pretender atravesar una plaza y descubrir que la
puerta de ingreso está rota y clausurada, por lo que es preciso hacer un rodeo
para entrar. Y, una vez adentro, esperar que ese día los encargados de cuidarla
hayan decidido abrir todas las entradas para que podamos salir sin hacer otro
desvío. Sobre todo, las rejas se vuelven absurdas al pasear por Buenos Aires
una noche de verano. Al caminar, por ejemplo, por la vereda de Plaza Almagro
para encontrarnos ante un predio lleno de bancos y mesas vacíos a los que no
podemos acceder. Antes de las rejas, las plazas representaban una porción de la
ciudad -la última, quizás- disponible todo el tiempo para todas las personas. En
una ciudad cada vez más privatizada, las rejas nos obligan a renunciar de
antemano a la posibilidad de pensar el sentido de los espacios públicos. (¿Cuántos
estudiantes -universitarios, terciarios, secundarios- leen a Foucault cada año
en Buenos Aires? ¿Cuántos periodistas se aprovechan de sus ideas sobre el
“panóptico” y las “sociedades disciplinarias”? ¿Cuántas charlas de bar
desembocarán tarde o temprano en especulaciones sobre el devenir micro-fascista
de alguna práctica social instituida? Y sin embargo, ¿cuántos intentos hubo en
los últimos años de convertir el problema de las rejas en un desafío teórico,
una pregunta estética, un problema político, o una duda, al menos?)
No se trata sólo de esa escena: parados en la vereda,
agobiados por el calor, del otro lado de una reja que nos impide sentarnos en
los bancos, acercarnos a los árboles. La Plaza Almagro cerrada obliga a
quedarse en la calle o pagar por un lugar en la mesa de un bar. Pero las plazas
de noche también fueron espacios de reunión en 2001, cuando las asambleas de
vecinos empezaron a juntarse tras las caída del gobierno de la Alianza. Muchas
de ellas empezaron convocándose en plazas de la ciudad. Resulta ridículo
imaginarlas ahora teniendo que sortear las rejas, pidiendo permiso a los
ordenanzas para extender su horario de funcionamiento.
Las rejas fueron aceptadas casi sin debate. Pero debe
haber pocos urbanistas o arquitectos que consideren que aportan una solución
interesante a los problemas de la ciudad. Y sin embargo, las rejas prosperaron
como una respuesta necesaria y casi impostergable. Ni siquiera se ofrecen como
un mal menor, o transitorio, al que hubiera que recurrir como úlitmo recurso. Las
rejas se promueven como un gran adelanto. Lo mejor que podía pasar, pareciera,
era que se agregaran nuevos perímetros y restricciones. Y si las cárceles a
veces son una “solución” para el problema del delito, también las rejas
aparecen como lo contrario de un problema. Son cualquier cosa menos un
obstáculo o una cuenta pendiente. Deberíamos estar contentos de tenerlas.
Esta es una experiencia nueva. Para los chicos y
chicas que empezamos a ir a la plaza a principios de los años ‘80 en Buenos
Aires, la idea de caminar hasta una puerta de entrada era algo sin mucho
sentido. Una plaza era un lugar al que se podía entrar corriendo desde
cualquier lado. Y para salir, lo mismo.
Después crecimos. Casi sin interrupción volvimos a las
plazas, ahora con amigos nuevos. Y lo que entonces hubiera sido inconcebible es
que las plazas tengan horarios. Las plazas, en los lejanos años ‘90, no sólo no
tenían rejas ¡tampoco cerraban! Quizás por eso mismo íbamos a las plazas. A
buscar un lugar donde pudiéramos estar tranquilos. Donde pudiéramos entrar sin
pedir permiso y quedarnos sin que nos cobren, nos vigilen o nos regulen el
tiempo. Lo más lejos posible del colegio o el trabajo. Las plazas eran -y son-
pausas o zonas liberadas en la trama de negocios y obligaciones que saturan la
ciudad. Hasta principios del siglo XX en Buenos Aires eran conocidas como
“huecos”.
Porque, en definitiva, ¿a quién se excluye de las
plazas? Nunca dicho abiertamente, las rejas acaban por echar a quienes no
tienen o encuentran otro lugar adónde ir.
A aquellos para los que el espacio público significa algo más que un
lugar limpio y ordenado. Vendedores ambulantes. Feriantes. Gente sin techo.
Chicos y chicas, en general, siempre sospechados de algo. Las rejas tienen
destinatarios precisos pero a la vez silenciados. Las rejas en las plazas son
mensajes de advertencia, llamados al orden, señales habituales para delimitar
la propiedad privada. Mucho más repudiables, en tanto que ni siquiera se animan
a admitir sus verdaderas intenciones. ¿Son la mejor solución para las plazas?
¿Son el mensaje que queremos transmitir? ¿Tenemos que estar orgullosos? Un
debate amplio sobre el espacio público es una cuenta pendiente para la ciudad
-cuyos barrios no casualmente se agrupan en “comunas”-.
Y si ese debate, finalmente, se diera, surgirían,
probablemente, muchas voces a las que todavía nadie quiso oír. Mi amiga Violeta
Percia lo expresaba mejor que nadie en Facebook, hace unos días, a raíz de las
noticias sobre la represión en el Parque Centenario: “En los '90 me gustaba una
canción que decía "las rejas y los palos, armas del Estado", y
también una que decía "¿querés ser policía?, ¡Yo no!". Cuando salía a
la noche tenía más miedo de cruzarme un patrullero que una banda de pibes en la
vereda. Me gustaba más quedarme en plazas o caminar por la ciudad que ir a
bailar a un boliche. Tengo más risas con amigos en mi corazón -de amigos de hoy
y de ayer- brotadas de esos paseos nocturnos -sin cámaras ni rejas- en la
extensión de lo abierto, que las que tengo de todos los antros de dance por los
que estuve”.
En estos días es posible visitar las obras terminadas
de la remodelación del Teatro San Martín. En la esquina de Sarmiento y Paraná
había una placita. Era un hueco, un recuadro de cemento al que se accedía
mediante un par de escalones. En la explanada uno podía quedarse un rato
sentado en uno de los bancos. Al mediodía, podía comerse un sandwich mientras
disfrutaba de contemplar el ritmo frenético de la ciudad, la fauna de seres
ansiosos, felices y/o abandonados que surcan -surcamos- las calles todos los
días. Deberíamos cuidar esos lugares. Debe haber pocas cosas más valiosas para
una ciudad que lugares semejantes, dispositivos cuya única finalidad es
propiciar una pausa y ofrecer un lugar donde quedar al margen. Charlar un rato,
si estamos con alguien. Citarnos.
La explanada estuvo muchos años cubierta de vallas. La
estaban remodelando. Ahora, se convirtió en la entrada de un complejo de salas
de cine y teatro. Nada mejor, quizás. Pero la mitad de su superficie quedó
ocupada por una pirámide de vidrio. Y además, se rodeó de rejas. Pero a su vez
las rejas permanecen cerradas hasta la tarde, cuando empiezan las funciones. Y
un guardia de seguridad custodia la entrada. Cuando se le pregunta por la
programación, nos señala una pila de volantes con direcciones web. Y eso no es todo, porque el acceso al edificio del
teatro -una segunda explanada cubierta que antes se hallaba despejada- ahora
quedó rodeado de más muros de vidrio y puertas automáticas. De espacio
semi-abierto, inmerso en la ciudad, transitable casi sin prestar atención, mutó
en lobby de shopping o aeropuerto.
Mientras se multiplican los GPS, y esperamos la
llegada de los drones, ¿cuánto tiempo falta para que empecemos a prenderles
velas a los apuntes de Foucault?
(una versión
de esta nota fue publicada en revista Sur Capitalino -http://www.surcapitalino.com.ar-
en marzo de 2013)
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