jueves, 2 de enero de 2020

LECTURA MILITANTE DEL CONCEPTO DE UNIDAD POLÍTICA


por Damián Selci

(publicado originalmente en El Ojo Mocho, nr 8, primavera/verano 2019/2020)


Las ideas de este artículo no me pertenecen del todo; surgieron en las numerosas y continuas reuniones vecinales que ha realizado el Frente de Todos durante la campaña en Hurlingham, en particular las que se produjeron después del triunfo del 11 de agosto. Los encuentros fueron conducidos por el entonces presidente del Concejo Deliberante, Martín Rodríguez, y yo lo acompañé como candidato a concejal. Mucho de lo que aparece escrito acá son respuestas que él dio o yo di ante las intervenciones de los vecinos. El tema de la “unidad política” fue muy comentado en dichas reuniones, precisamente porque se trataba de entender, por así decir, “por qué habíamos ganado”. De manera que cuando me llegó la invitación de Matías Rodeiro para colaborar en esta edición de El Ojo Mocho bajo la consigna de la “unidad política”, el esfuerzo del concepto ya estaba hecho, y sólo quedaba escribir.



El principio de alienación superestructural

Como nunca, en estos años se dijo: ¡unidad, unidad! Pero, ¿qué significa? El concepto de “unidad política” es susceptible de dos interpretaciones. Una es la lectura periodística o novelesca, que rige sin matices en los textos de los analistas políticos (figura que, por su afinidad con el error, ya ha devenido célebre). Podríamos reponerla más o menos así: por culpa de los egos de la dirigencia, el peronismo se dividió, y eso posibilitó el triunfo del macrismo. Ahora bien, luego del desastre económico y social, las bases empezaron a clamar por la “unidad de la política”. Luego de que esta demanda se tornara suficientemente apremiante, las dirigencias al fin “dejaron los egos de lado” y se decidieron a “tomar un café para dejar las diferencias” y unirse así contra el macrismo. Y todos cedieron algo: Cristina cedió su candidatura a Alberto, Massa cedió en sus aspiraciones presidenciales, La Cámpora cedió lugares en las listas, Moyano cedió en que la crítica del impuesto a las ganancias no ameritaba una ruptura política, Solá cedió su candidatura a gobernador, Insaurralde lo mismo, los intendentes del conurbano lo mismo, y así sucesivamente. Entonces, con la unidad realizada, el peronismo/kirchnerismo recuperó su caudal electoral, porque cada uno aportó “los votos que tenía” y finalmente Macri perdió.

En esta reconstrucción escueta ya pueden hallarse varios rasgos típicos de la lectura novelesca. El primero de ellos es el “principio de alienación superestructural” –es decir, la idea de que los dirigentes tienden por esencia a ser sumamente distintos de las bases, y que si “escucharan a las bases” más seguido, se equivocarían menos, y tal vez nunca. En otras palabras, Jean-Jacques Rousseau: el Pueblo tiene razón y es inocente, pero como sus dirigentes tienden a desprenderse de su influjo, ocurre a menudo que no lo escuchan, y entonces pasan las cosas que pasan. El gran misterio, nunca abordado, es por qué se produce la alienación superestructural… Un segundo rasgo, derivado del anterior, es la visión ultrapersonalista o “carismática” de la política: puesto que el Pueblo vive por naturaleza en el bien, nunca se equivoca y persigue espontáneamente su interés, precisamente no puede ser un personaje novelesco, ya que carece de drama, de división interna, de romanticismo; en cambio, los dirigentes políticos están alienados (“se la creen”) y por ende son unos neuróticos narcisistas que anteponen sus rencillas personales al interés del conjunto. Pero por esto mismo son interesantes: dado que ellos definen todo lo que ocurre y todo lo que no ocurre, el destino del país depende de su estado de ánimo, de sus caracteres, de su hybris; de acuerdo al principio de alienación superestructural, los dirigentes viven en una realidad paralela donde el divorcio con el Pueblo es condición de toda acción; nunca están seguros de estar acertando con el sentido de la Voluntad Popular, y esta duda es fuente de errores, tentaciones, traiciones, divisiones y reconciliaciones. En el siglo XIX, esto se llamaba novela psicológica. ¿Cómo se llevan Fulano y Mengano? ¿Tienen viejas rivalidades, secretas amistades, algún amorío añejo que deviene en santa alianza? Ah, los dirigentes, esos seres variables, volubles, que cuando por una vez logran sobreponerse a su vanidad logran, acaso, el milagro de la unidad: se toman un café…

Y de todo esto se deriva el tercer rasgo que define y completa a la lectura novelesca: el Pueblo está por principio excluido de la política; es más bien apolítico; sólo la lleva a cabo cada tanto, para corregir la soberbia innata de los dirigentes y cuando la estupidez de éstos lleva las cosas demasiado lejos. En la actualidad, lo que el Pueblo quiere (nunca quiere otra cosa, ya que él es Uno) es unidad: unidad política[1].



La división de la Voluntad Popular

La otra mirada lectura del concepto de “unidad política” procede del pensamiento de la militancia. Su principio operativo básico reza que todo aquello que pueda decirse de la dirigencia, tiene que poder decirse primeramente del Pueblo.  Es decir, si la dirigencia estaba dividida por egos estúpidos, por soberbia, por incapacidad de reconocer objetivos comunes… todo esto debe predicarse también del Pueblo. La unidad política fue primero una unidad popular, pero no porque el Pueblo haya sido por fin escuchado por una dirigencia comúnmente alienada, sino porque el Pueblo estaba en sí dividido (o para decirlo con el término usual: “agrietado”) y se puso a practicar la unidad como método de supervivencia. Si nos parece que los dirigentes peronistas invertían demasiado tiempo en pelearse entre sí, todo lo que debemos hacer es complementar esta mirada con su reverso o fundamento: era el Pueblo el que invertía demasiada energía en el “narcisismo de las pequeñas diferencias” –el que pagaba Ganancias y creía que “mantenía vagos”, la que criticaba a los planeros, el que se enojaba con un piquete, el que creía que su progreso se debía únicamente a su esfuerzo y su penuria únicamente a los políticos, la que odiaba a Cristina por su tono de voz… Hay que reconocer, sin que ello nos conduzca a un pesimismo antropológico demasiado férreo, que el Pueblo también puede ser una auténtica “feria de vanidades” y que los engreimientos de la dirigencia palidecen ante la radiante arrogancia popular. ¿Hay algo más egocéntrico que el discurso del progreso personal con independencia de la situación nacional? ¿Hay algo más soberbio que despreciar a la vecina que cobra la Asignación? ¿Hay algo más “ombliguista” y “sectario” que la queja por no poder comprar dólares? 

   La unidad política es sólo la consecuencia de la unidad popular: tal es la lectura militante. En términos más toscos: no ganamos porque Alberto se haya tomado un café con Cristina, ni porque Cristina se tomó un café con Moyano: ganamos porque el Pueblo se tomó un café consigo mismo, dejó las rencillas en el pasado y comenzó a reencontrarse más allá de las múltiples grietas, con la conciencia de que el desastre económico macrista era efectivamente un problema más importante que “los planeros”, “los mapuches”, “los k”, “Baradel” y toda la gran variedad de monstruos de factoría mediática.

Como puede verse, la lectura militante coloca en el lugar del sujeto, del agente real del movimiento político, al Pueblo, y no a los dirigentes. El principio de alienación superestructural no desaparece, pero es reenmarcado por un más básico “principio de alienación estructural” que altera por completo los términos de la cuestión: de una manera que excede a Rousseau y apunta hacia Freud, es la Voluntad Popular la que está en sí misma alienada de sí misma, vale decir, dividida en su propio corazón. Por eso existe la dirigencia: porque el Pueblo no quiere directamente algo, porque tiene consigo una relación conflictiva. Y esta impotencia popular, sin embargo, es la prueba suprema del protagonismo que el Pueblo tiene en el pensamiento militante: como la Voluntad Popular no es “una”, pase lo que pase será obra del Pueblo. El fabuloso triunfo de Alberto y Cristina en 2019, para empezar. Pero también el ascenso de Macri en 2015.



Lo que viene: el rol del pueblo y la nueva batalla cultural

Hemos estado más de diez años discutiendo “el rol de los medios”; quizá ha llegado el momento de discutir el rol del Pueblo. Desde la crisis de la 125 en adelante, la problemática básica de la militancia pasó por el poder de Clarín, su vasta influencia en la sociedad y en la política. Y no caben dudas que los medios hegemónicos han hecho un verdadero desastre con la conciencia pública de los argentinos. Por eso, resulta significativo que la devastación haya encontrado un contragolpe tan rotundo en las elecciones; el inédito blindaje mediático que protegía a Macri fue simplemente destrozado por el Pueblo, y dejó al establishment en estado de temor y temblor. Sin embargo, se impone una precisión: el inesperado resultado electoral no prueba en absoluto –como pretenden algunos analistas políticos– que “los medios no influyen tanto como se dice”; no caben dudas de que los medios hegemónicos gozan de una incidencia que sólo cabe calificar de enorme. Lo que sí prueba el resultado electoral es que, sea cual sea el poder de los medios, el Pueblo tiene más. Y así nos encontramos con la extraña paradoja de que el análisis del adversario nos ha sumido en una poderosa incomprensión de nuestra propia fuerza. El poder mediático fue ampliamente comentado y analizado: es todavía objeto de libros, de programas televisivos, de discursos políticos, de mesas debate, de cátedras universitarias. No ocurre ni por asomo lo mismo con nuestro poder, el Poder Popular. Sabemos cómo se fabrican las fake news, ¿sabemos cómo se construye poder popular?

Podríamos arriesgar una tesis de coyuntura: estamos ante una nueva batalla cultural, cuyo horizonte debe comenzar a delinearse. Ante la problemática del poder mediático, la respuesta política fue la Ley de Medios. Ante la problemática del poder popular, ¿cuál es la respuesta? Tal vez sólo se pueda decir: organización militante. No es preciso establecer qué cosa es “más primordial”. En definitiva, poner límites democráticos a la concentración mediática tiene sentido en la medida en que ello deja más espacio a una tarea que debe emprenderse de todos modos: la organización, ensanchamiento y crecimiento del poder popular, para lo cual es preciso ante todo avanzar en su justa comprensión. La aparentemente simple cuestión de por qué nos preocupa lo que puedan decir los medios hegemónicos revela, en su examen, que no tenemos aún la militancia necesaria para que el discurso mediático no penetre en el Pueblo. Es obvio, pero hay que decirlo: si hubiésemos tenido la militancia suficiente para fortalecer el poder popular, entonces los medios hegemónicos hubiesen visto mermada su influencia al punto de no ser ya “hegemónicos” en ningún sentido útil de la palabra. De manera que el problema central del pensamiento militante no es la (sin dudas, muy importante) democratización del sistema de medios, sino la organización del poder popular, y esto significa latamente el devenir-militante del Pueblo. Para decirlo en una consigna un poco tensa, no se puede querer que “los medios no influyan en la gente” y simultáneamente no impulsar la militancia de la gente. ¿Por qué? Porque si la gente ya no escucha a los medios, ¿a quién sí escucha? La respuesta es sencilla: se escucha por fin a sí misma, es decir, se re-úne –y para reunirse se organiza, y para organizarse ha de volverse, en un sentido amplio de la palabra, militante. Acá tocamos el nervio de nuestra argumentación: a través de la organización militante, que garantiza la re-unión, el Pueblo se vuelve su propio “medio de comunicación de masas” y simplemente desplaza del espectro a la ideología neoliberal.

La nueva batalla cultural no se pregunta por el rol de los medios (¿qué más se puede decir?), sino por el rol del Pueblo. Este cambio de foco permite reencuadrar algunos problemas políticos importantes de los últimos años. En efecto, si el Pueblo es sólo una víctima inocente de la manipulación mediática, todo lo que queda por hacer es relanzar la Ley de Medios y esperar que esta vez sea aplicada. Pero esto implica mantenerse dentro del marco romántico de la unicidad del Pueblo y el “principio de alienación superestructural”, según el cual el Pueblo es una sustancia inocente parasitada por las mentiras de la Oligarquía –y entonces todo lo que debemos hacer es “terminar con las mentiras”. Pero semejante táctica es a la vez facilista e imposible: facilista porque todos los problemas aparecen como exteriores al Pueblo, de manera que “muerto el perro se acabó la rabia”, e imposible porque aun si termináramos con la fábrica de mentiras actual, siempre aparecería una nueva (de hecho, las redes sociales no cesan de producir trampas al ojo: ya es muy fácil trucar videos de celebridades que con sorprendente realismo aparecen en situaciones incómodas, como el de Mark Zuckerberg reconociendo que roba datos a los usuarios de Facebook). La apuesta militante no es primeramente terminar con las mentiras, sino quitarle consistencia a la Inocencia del Pueblo: asumir como un hecho que su división/alienación es “primordial”; por no ser Uno, el Pueblo no puede ser un sujeto que simplemente quiere esto o aquello, sino que además debe “tomar una posición” con respecto a lo que quiere, está forzado a adoptar una relación reflexiva con su deseo, a responder por él.

Seguramente la nueva batalla cultural es menos semiológica que psicoanalítica. Por eso, la cuestión del rol del Pueblo es: ¿será falsamente Inocente, o asumirá la responsabilidad? Pero esta pregunta es una autopregunta: ¿miraremos la realidad como si no fuese nuestro asunto, como si el sujeto político no fuésemos en cada caso nosotros mismos? El único modo de que la reflexión política tenga algún efecto es considerarla rápidamente como una cuestión existencial. Podríamos incorporar una última máxima militante: todo aquello que yo predique del Pueblo, debo predicarlo primero de mí mismo. Siempre tengo una incidencia en lo que está pasando y en lo que no está pasando. Y de esta manera la reflexión política se aleja de la mala fe: cuando se vuelve autorreflexión.



Realidad = Pueblo

Si un presidente tiene un mal ministro, puede creer que los errores del ministro son por maldad o ineptitud, pero algo es indudable: la responsabilidad política es del presidente, porque él lo eligió para ese cargo. La jerga periodística ha sentenciado que los ministros son, pues, “fusibles” que pueden saltar toda vez que sea necesario preservar la investidura presidencial. En la misma senda, y en virtud del principio moderno de la soberanía popular, debiéramos aplicar esta lógica a la mismísima figura del presidente: él también, en definitiva, es un “fusible” del Pueblo, que puede ser cesado en sus funciones cuando el soberano decida que ha cometido un error al designarlo. Ahora bien, la cuestión militante es que, precisamente por ser el soberano, el Pueblo no puede ser un “fusible” de sí mismo –no tiene el recurso de echarse a sí mismo cuando comete un error, para luego buscarse un reemplazante… Descartada la solución fácil, queda la difícil: ya que no lo podemos echar, ¿cómo hacemos para transformar al Pueblo? O lo que es igual: ¿cómo hacemos para transformarnos a nosotros mismos? Evidentemente el Pueblo no es sólo el sujeto político, sino también el objeto de la política: cuando decimos que queremos “transformar la realidad” es evidente que no nos estamos refiriendo sólo ni principalmente al “paisaje” de la realidad, ni meramente a la distribución de la riqueza, sino que apuntamos a una parte de la realidad decisiva, determinante, esencial: la gente, las personas, es decir, el Pueblo. Variando un poco la máxima de Perón, habría que decir que la única realidad es el Pueblo. Ciertamente vivimos en el Pueblo, “adentro suyo”. No es alguien a quien concientizamos desde afuera, o a quien invitamos a emanciparse. Más aún, sería impreciso decir que el Pueblo transforma la realidad: uno y otra son lo mismo, así que sólo cabría hablar de una “autotransformación” –como la que hace una persona cuando decide volverse militante.

Escribamos, entonces, desembozadamente un proyecto de tesis XI de nuestra época. Hasta hoy, los militantes populares hemos intentado transformar la realidad; pero de lo que se trata es de transformar al Pueblo.






[1] La versión extrema y pesadillesca del principio de alienación superestructural está encarnada por el trotskismo, para el cual la historia es la historia de las traiciones a la Clase Obrera por parte de una dirigencia siempre “burocrática”. Pero puede verse con limpidez que, aun con sus profundas diferencias, trotskismo y populismo comparten una premisa fundante: la unicidad de la Voluntad Popular –o lo que es lo mismo, la Inocencia del Pueblo. Incluso el populismo de Laclau concibe al Pueblo como una totalidad que exterioriza su no-identidad en una sustancia ajena, la Oligarquía.




.

No hay comentarios: