domingo, 12 de mayo de 2013

Texto de Gabriel Cortiñas sobre INTERCAMBIO SOBRE UNA ORGANIZACIÓN, de Violeta Kesselman

 (Este es el texto que Gabriel Cortiñas leyó en la presentación de Intercambio sobre una organización, el día 9 de mayo, en el bar "El cisne".)

Cada uno de los seis relatos que integran Intercambio sobre una organización deja picando una imagen: el big bang de una orga semiartística y el coqueteo de sus esquirlas con el aparato estatal, el devaneo o viaje mental que emprende una empleada ministeril para seleccionar un libro entre tantos que será recomendado por la secretaría, la historia retrospectiva de una cooperativa que produce anotadores para la intendencia, un grupo de jóvenes profesores explotados y la protoorganización de algo que quisieron parecer a un sindicato, la madre que limpia la bacha después de dormir a su hijo y flashea la nueva colimba blanca del siglo XXI y, por último, un comedor con apoyo escolar –o apoyo escolar con comedor– que tambalea hasta que por fin aparece el Estado denostado para ser abrazado mientras por detrás es negado. Podríamos entender al libro de Violeta Kesselman como la tomografía de un despertar, como el corte seriado de una materia x necesario para la elaboración de un diagnóstico. Imaginemos un médico en situación de consultorio con el brazo extendido hacia la luz y en su mano la filmina tomográfica, en ella hay seis cortes, seis recuadros, cada uno de los relatos que componen este libro. No serían en principio más que una foto radioactiva cuyo fin es informar, pero hay algo prescriptivo en ese objeto, algo que tiene que ver con el espacio de un umbral entre el adentro y el afuera del Estado, una zona por momentos difusa que es a su vez el común denominador de todos los cuentos.
El Estado entonces se devela como la trampa del parecido con el participio pasado del verbo estar, no, estado no, pareciera decir la madre joven, que en el relato “Brigadas universitarias”, arma una férrea y rápida estrategia mientras intenta dormir a su hijo de pocos meses: todos tenemos que dar algo por el todo que nos dieron –pareciera que le canta su conciencia– el Estado no es un padre eterno que da sin esperar nada a cambio, el Estado es también una espera por nosotros, bramaría vapororsa la cabeza de la madrecita que el Estado no se llama “Estado” sino “Estando” y suelta ahí nomás un sueño hermoso delirante detonado por las noticias del día: ver a los niños universitarios citadinos servir en algo más que una tesis de doctorado o los laureles de una atractiva carrera individual. Imagina entonces, el personaje, un contexto futuro en el que el dilema de un voluntariado universitario obligatorio sea simplemente un síntoma medieval: “… desde el vamos el programa existe porque los habitantes dicen: tal tal y tal necesitan esto, ahí es necesario eso otro, dónde está lo de más allá. En cada brigada se fletan un futuro ingeniero, una casi ginecóloga. O un abogado, una agrónoma, dos dentistas. Un traductor, un psicólogo, un analista de aguas, un técnico en sangre. Para ver la factibilidad de casas construidas con, un ejemplo, ladrillo hueco, encimadas unas sobre otras, en el paraje equis, o con, otro ejemplo, barro, adobe o chapa.” (Pág. 61). No es casual, o si lo es ya no importa, que el último relato que cierra el libro termine con tres puntos suspensivos, con un signo de algo en proceso, y que la palabra que antecede a esos puntos sea “municipalidad”.
En otro de los textos la ayuda estatal –denostada pero requerida– dará lugar a la fractura interna del grupo, y una vez más  aparece la capacidad de análisis del sujeto: “Alguna de todas esas negaciones los sedujo a los dos que se fueron. Los tres que se quedaron, más calzados que nunca con sus polars, siguieron machacando contenidos básicos de la escuela primaria, convencidos del error de sus ex compañeros, y también de que, aunque el progreso existiera solamente hasta cierto punto, alguien podía acercarse a unos metros de él por la vía escolar; seguros también de que cualquier cosa que no incluyera una pata estatal era ir a oscuras y hacia la nada.” (Pág. 76). Ese ir a oscuras hacia la nada podría haber sido una fuga autonomista posible en otra época, “…un encefalograma muerto…” (Pág. 70), pero ya no, algo diferente arroja la tomografía que anuncia un cambio de paradigma: “…nada de lo que a primera vista es negro es negro, sino verde oscuro.” (Pág. 15). Imaginamos otra vez al médico-lector que prescribe transitar ese espacio difuso entre lo que es o debiera ser el Estado, transitarlo como quien camina en una cinta 40 minutos al día para no morir de un paro cardioburocrático, salir del Estado pasivo y pasar Estando al Estado gerundio. Por lo tanto, toda capacidad de análisis o comprensión y, a su vez, de resolución debería estar –pareciera prescribir o problematizar esta tomografía– en pos de un objetivo concreto relacionado con una mejora de las condiciones de vida. Ya no más una inteligencia que se “eleve” por sobre una voluntad, sino –como dijo un francés rancio que igual vale la pena leer–: la inteligencia al servicio de una voluntad.
Y si el Estado es lo que está siendo aparece el problema de la identidad de ese Estado, no en término esencialistas –para el caso, esa tradición tuvo su Estado participio, y hasta seguramente su literatura– sino en cómo se piensa el futuro, hacia dónde se quiere ir. Ese umbral estatal que aparece en los cuentos de Intercambio… es el espacio abierto de nuestra época.  Pero no es cuestión de que chirríen, como dice el narrador en uno de los textos, los signos de puntuación, no es cuestión simplemente de tener algo que comunicar sino cómo se comunica; ya que todo recurso es político, el tiempo es en sí un problema que Kesselman expone en este libro, desde cuándo dónde narra el que narra: “A esa altura todavía no había inscripto nada en el ministerio, y por eso todavía no había visto la cara de la chica mirando con mirada boba en la fotocopia del DNI, pero si a esa altura ya la hubiera visto habría podido saber que era casi igual a la mirada que la misma chica, siete años después, estaba teniendo ahora, en una reunión, mientras escuchaba lo que se decía que había que tener para hacer lo que querían hacer.” (Pág. 39). Así, desde el medio, desde un presente no cronológico en el que pasado y futuro están contenidos y en juego a cada minuto como un proverbio andino, y con un fraseo en hora que tuvo puesto el oído en la poesía de los últimos veinte años, el libro de Kesselman hace su aparición.

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