(Este es el texto que Gabriel Cortiñas leyó en la presentación de Intercambio sobre una organización, el día 9 de mayo, en el bar "El cisne".)
Cada uno de los seis relatos que integran Intercambio sobre una organización
deja picando una imagen: el big bang de una orga semiartística y el
coqueteo de sus esquirlas con el aparato estatal, el devaneo o viaje
mental que emprende una empleada ministeril para seleccionar un libro
entre tantos que será recomendado por la secretaría, la historia retrospectiva
de una cooperativa que produce anotadores para la intendencia, un grupo
de jóvenes profesores explotados y la protoorganización de algo que
quisieron parecer a un sindicato, la madre que limpia la bacha después
de dormir a su hijo y flashea la nueva colimba blanca del siglo
XXI y, por último, un comedor con apoyo escolar –o apoyo escolar
con comedor– que tambalea hasta que por fin aparece el Estado denostado
para ser abrazado mientras por detrás es negado. Podríamos entender
al libro de Violeta Kesselman como la tomografía de un despertar, como
el corte seriado de una materia x necesario para la elaboración de
un diagnóstico. Imaginemos un médico en situación de consultorio
con el brazo extendido hacia la luz y en su mano la filmina tomográfica,
en ella hay seis cortes, seis recuadros, cada uno de los relatos que
componen este libro. No serían en principio más que una foto radioactiva
cuyo fin es informar, pero hay algo prescriptivo en ese objeto, algo
que tiene que ver con el espacio de un umbral entre el adentro y el
afuera del Estado, una zona por momentos difusa que es a su vez el común
denominador de todos los cuentos.
El Estado entonces se devela como la trampa del parecido
con el participio pasado del verbo estar, no, estado no, pareciera
decir la madre joven, que en el relato “Brigadas universitarias”,
arma una férrea y rápida estrategia mientras intenta dormir a su hijo
de pocos meses: todos tenemos que dar algo por
el todo que nos dieron –pareciera que le canta su conciencia– el Estado no es un padre eterno
que da sin esperar nada a cambio, el Estado es también una espera por
nosotros, bramaría vapororsa la cabeza de la madrecita que el
Estado no se llama “Estado” sino “Estando” y suelta ahí nomás
un sueño hermoso delirante detonado por las noticias del día: ver
a los niños universitarios citadinos servir en algo más que una tesis
de doctorado o los laureles de una atractiva carrera individual. Imagina
entonces, el personaje, un contexto futuro en el que el dilema de un
voluntariado universitario obligatorio sea simplemente un síntoma medieval:
“… desde el vamos el programa existe porque los habitantes dicen:
tal tal y tal necesitan esto, ahí es necesario eso otro, dónde está
lo de más allá. En cada brigada se fletan un futuro ingeniero, una
casi ginecóloga. O un abogado, una agrónoma, dos dentistas. Un traductor,
un psicólogo, un analista de aguas, un técnico en sangre. Para ver
la factibilidad de casas construidas con, un ejemplo, ladrillo hueco,
encimadas unas sobre otras, en el paraje equis, o con, otro ejemplo,
barro, adobe o chapa.” (Pág. 61). No es casual, o si lo es ya no
importa, que el último relato que cierra el libro termine con tres
puntos suspensivos, con un signo de algo en proceso, y que la palabra
que antecede a esos puntos sea “municipalidad”.
En otro de los textos la ayuda estatal –denostada
pero requerida– dará lugar a la fractura interna del grupo, y una
vez más aparece la capacidad de análisis del sujeto: “Alguna
de todas esas negaciones los sedujo a los dos que se fueron. Los tres
que se quedaron, más calzados que nunca con sus polars, siguieron machacando
contenidos básicos de la escuela primaria, convencidos del error de
sus ex compañeros, y también de que, aunque el progreso existiera
solamente hasta cierto punto, alguien podía acercarse a unos metros
de él por la vía escolar; seguros también de que cualquier cosa que
no incluyera una pata estatal era ir a oscuras y hacia la nada.” (Pág.
76). Ese ir a oscuras hacia la nada
podría haber sido una fuga autonomista posible en otra época, “…un
encefalograma muerto…” (Pág. 70), pero ya no, algo diferente arroja
la tomografía que anuncia un cambio de paradigma: “…nada de lo
que a primera vista es negro es negro, sino verde oscuro.” (Pág.
15). Imaginamos otra vez al médico-lector que prescribe transitar ese
espacio difuso entre lo que es o debiera ser el Estado, transitarlo
como quien camina en una cinta 40 minutos al día para no morir de un
paro cardioburocrático, salir del Estado pasivo y pasar Estando al Estado gerundio.
Por lo tanto, toda capacidad de análisis o comprensión y, a su vez,
de resolución debería estar –pareciera prescribir o problematizar
esta tomografía– en pos de un objetivo concreto relacionado con una
mejora de las condiciones de vida. Ya no más una inteligencia que se
“eleve” por sobre una voluntad, sino –como dijo un francés rancio
que igual vale la pena leer–: la inteligencia al servicio de
una voluntad.
Y si el Estado es lo que está siendo aparece
el problema de la identidad de ese Estado, no en término esencialistas
–para el caso, esa tradición tuvo su Estado participio, y hasta seguramente
su literatura– sino en cómo se piensa el futuro, hacia dónde se
quiere ir. Ese umbral estatal que aparece en los cuentos de Intercambio… es el espacio
abierto de nuestra época. Pero no es cuestión de que chirríen, como dice el
narrador en uno de los textos, los signos de puntuación, no es cuestión
simplemente de tener algo que comunicar sino cómo se comunica; ya que
todo recurso es político, el tiempo es en sí un problema que Kesselman
expone en este libro, desde cuándo dónde narra el
que narra: “A esa altura todavía no había inscripto nada en el ministerio,
y por eso todavía no había visto la cara de la chica mirando con mirada
boba en la fotocopia del DNI, pero si a esa altura ya la hubiera visto
habría podido saber que era casi igual a la mirada que la misma chica,
siete años después, estaba teniendo ahora, en una reunión, mientras
escuchaba lo que se decía que había que tener para hacer lo que querían
hacer.” (Pág. 39). Así, desde el medio, desde un presente no cronológico
en el que pasado y futuro están contenidos y en juego a cada minuto
como un proverbio andino, y con un fraseo en hora que tuvo puesto
el oído en la poesía de los últimos veinte años, el libro de Kesselman
hace su aparición.
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